6 dic 2014

María, la que espera



María, la que espera

María nos enseña a vivir este tiempo como camino hacia el portal de Belén, lugar de encuentro y adoración del Dios-Niño. 

Autor: María de Lourdes Rodero Elizondo, o.p. | Fuente: Catholic.net
El adviento es tiempo de espera para la gran celebración de la Navidad. El nacimiento de Jesús es el gran acontecimiento largamente esperado por el Pueblo de Israel que durante tantos años vivió anhelando el cumplimiento de la promesa que Dios le había hecho de que le enviaría un Salvador.

Nuestra cultura no está habituada a esperar y nos es difícil comprender que el Pueblo de Israel haya esperado siglos y siglos para el cumplimiento de esta promesa. La nuestra es la cultura de la prisa, de lo inmediato, de lo "express". Esperar implica acomodarse al tiempo de otro y es realmente difícil aceptar los tiempos de “otro” cuando no coinciden con los nuestros, incluso si son tiempos de Dios.

El Adviento nos invita a esperar el tiempo de Dios; la venida de Jesús.

El adviento no es aún la fiesta, sino espera, preparación y expectación para la gran fiesta.
El gozo propio del adviento es de quien ha recibido una promesa y espera ilusionado su cumplimiento y verificación. Sin embargo, hoy ya no lo vivimos esperando una promesa. Hemos adelantado la fiesta y hemos perdido el clima de "espera", "de promesa", de "don".

Lo anticipamos todo: durante el adviento, nos damos regalos, los abrimos, comemos pavo, dulces, etc. No sabemos esperar. Esta anticipación del festejo nos ha "robado" el tiempo de preparación espiritual propuesto por la Iglesia para una celebración profunda de la Navidad, que tendría que ser para cada cristiano, un encuentro “de corazón a corazón” con el Dios-niño, tan sencillo y pequeño, que se encuentra al alcance de todos. Actualmente hay muchos festejos “navideños” que nada tienen que ver con el misterio de la Navidad y muchas veces para el 24 de diciembre, ya nos encontramos cansados y agobiados; incluso "saturados" de tantos compromisos; agotados por la prisa y el estrés. La forma en la que solemos vivir el adviento, en lugar de prepararnos para celebrar la Fe en un clima de paz y gozo espiritual, muy probablemente nos acelera, dispersa y distrae para lo esencial.

María, la Madre que supo esperar con verdadera esperanza y gran amor, es el gran personaje del Adviento que nos enseña a vivir este tiempo como camino hacia el portal de Belén, lugar de encuentro y adoración del Dios-niño.

Tres actitudes muy hermosas de María que nos pueden ayudar a vivir este adviento son: la espera, la preparación del corazón y la acogida sincera.

1. María espera con gozo, con profunda esperanza, la llegada de Jesús a su vida.

2. María prepara su corazón con vivos sentimientos de ternura para con el Niño Jesús que viene y de gratitud profunda para con Dios que cumple sus promesas.

3. María cultiva en su corazón una acogida generosa, abriéndolo de par en par para que realmente entre Jesús a su vida. Ella lo esperaba sinceramente, no lo acoge sólo de palabra, sino que le ofrece su corazón.

Que María nos enseñe a vivir este adviento en una espera gozosa; a aprovechar este tiempo para preparar nuestro corazón para que Jesús realmente encuentre en él un lugar donde quedarse y desde el cual podamos descubrirlo como verdadero Salvador: como el Dios que viene a iluminar lo que en nuestra vida está oscuro; a sanar lo que en nuestra vida está enfermo; y a liberarnos de todo lo que nos impide vivir en el gozo de su Amor.

Santo Evangelio 6 de Diciembre de 2014



Día litúrgico: Sábado I de Adviento

Texto del Evangelio (Mt 9,35—10,1.6-8): En aquel tiempo, Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia. Y al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor. Entonces dice a sus discípulos: «La mies es mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies». 

Y llamando a sus doce discípulos, les dio poder sobre los espíritus inmundos para expulsarlos, y para curar toda enfermedad y toda dolencia. A estos doce envió Jesús, después de darles estas instrucciones: «Dirigíos más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Id proclamando que el Reino de los Cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios. Gratis lo recibisteis; dadlo gratis».


Comentario: Rev. D. Xavier PAGÉS i Castañer (Barcelona, España)
Rogad (...) al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies

Hoy, cuando ya llevamos una semana dentro del itinerario de preparación para la celebración de la Navidad, ya hemos constatado que una de las virtudes que hemos de fomentar durante el Adviento es la esperanza. Pero no de una manera pasiva, como quien espera que pase el tren, sino una esperanza activa, que nos mueve a disponernos poniendo de nuestra parte todo lo que sea necesario para que Jesús pueda nacer de nuevo en nuestros corazones.

Pero hemos de tratar de no conformarnos sólo con lo que nosotros esperamos, sino —sobre todo— ir a descubrir qué es lo que Dios espera de nosotros. Como los doce, también nosotros estamos llamados a seguir sus caminos. Ojalá que hoy escuchemos la voz del Señor que —por medio del profeta Isaías— nos dice: «El camino es éste, síguelo» (Is 30,21, de la primera lectura de hoy). Siguiendo cada uno su camino, Dios espera de todos que con nuestra vida anunciemos «que el Reino de Dios está cerca» (Mt 10,7).

El Evangelio de hoy nos narra cómo, ante aquella multitud de gente, Jesús tuvo compasión y les dijo: «La mies es mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Mt 9,37-38). Él ha querido confiar en nosotros y quiere que en las muy diversas circunstancias respondamos a la vocación de convertirnos en apóstoles de nuestro mundo. La misión para la que Dios Padre ha enviado a su Hijo al mundo requiere de nosotros que seamos sus continuadores. En nuestros días también encontramos una multitud desorientada y desesperanzada, que tiene sed de la Buena Nueva de la Salvación que Cristo nos ha traído, de la que nosotros somos sus mensajeros. Es una misión confiada a todos. Conocedores de nuestras flaquezas y handicaps, apoyémonos en la oración constante y estemos contentos de llegar a ser así colaboradores del plan redentor que Cristo nos ha revelado.

San Nicolas de Bari, 6 de Diciembre



6 de Diciembre

SAN NICOLÁS DE BARI
(+ siglo IV)


San Nicolás de Bari vivió, según cálculos aproximados, desde el año 280 al 345. Se sabe de cierto que hacia la época del concilio de Nicea (325) era obispo de Mira, diócesis del Asia Menor. Es probable, aunque no está probado, que asistiera al concilio. Murió en la capital de su diócesis y fue sepultado en la catedral. En el año 1087 sus restos fueron trasladados a Bari, en Italia.

Si tuviéramos que atenernos a lo históricamente demostrado, podríamos terminar aquí. Pero hay un gran hecho histórico que no se puede desconocer: la devoción a San Nicolás de Bari, intensa y extensa. Podríamos decir que, si los milagros abundantísimos que se atribuyen a San Nicolás no están probados, sí lo está el milagro patente de que sea el Santo de iconografía más numerosa, de tal modo que las imágenes de San Nicolás sólo ceden en número a las de la Santísima Virgen. Los marineros del Mediterráneo oriental le veneran como patrono. Los niños de muchos países esperan de él los juguetes. Y Nicolás quiere decir en griego "vencedor de pueblos". Si no tenemos una biografía suya hasta cinco siglos después de su muerte (847), y en ella hay más devoción entusiasta que documentación histórica, poseemos una tradición ininterrumpida que nos autoriza a trazar aquí la biografía popular entrañable del Santo de Mira y de Bari.

En este relato tradicional puede efectuarse una discriminación que separe lo probable o admisible de lo improbable y absurdo. Que sus padres se llamaron Epifanio y Juana se puede admitir. Es pura leyenda que se tratase de un matrimonio estéril al que un ángel se apareció anunciándoles el nacimiento de un hijo llamado a la santidad. Se quiere que esta vocación fuese tan fuerte que el recién nacido se apartaba del pecho nutricio los días de ayuno. La imaginación popular se ha recreado con esta imagen y la misma actitud ha sido atribuida a otros santos.

Temprana y ejemplar devoción juvenil, encendida caridad, que se manifiesta desde la infancia. ¿Por qué no? Que su caridad moviese a Dios a un gran milagro en plena juventud de Nicolás y en la ciudad de Pátara, donde se afirma que nació, ya pertenece a una leyenda piadosa un poco excesiva. Al dirigirse Nicolás al templo, según esta leyenda, una pobre paralítica le pidió limosna. Pero el Sauto había repartido ya todo lo que llevaba, y entonces, elevando los ojos al cielo y orando internamente con brevedad, dijo a la paralítica: "En el nombre de Jesús, levántate y anda". Y al momento recobró la pobre mujer el uso de sus miembros paralizados.

De los hechos de la vida del Santo, el más difundido y el más generalmente aceptado por doquiera no es milagroso de suyo, aunque sí muestra de generosa y encendida caridad. Había en Pátara, según se dice, un hombre rico venido a menos que tenía tres hijas muy hermosas a las que no podía casar por falta de dote. Y el hombre fue tan ruin que maquinó el prostituir a sus bellas hijas para obtener dinero. Súpolo Nicolás—no es necesario admitir que por especial revelación divina, como quieren algunos—y, deslizándose en el silencio de la noche hasta la casa donde habitaban el padre y las hijas, arrojó por la ventana de la alcoba del hombre una bolsa de oro. Se retiró sin ser oído. Al día siguiente el hombre, con enorme regocijo, abandonó su criminal idea y destinó aquel oro a dotar a una de las muchachas, que inmediatamente se casó. El Santo, al advertir el excelente fruto conseguido, repitió su excursión nocturna y dejó otra bolsa. Y éste fue el dote de la segunda de las jóvenes. Nicolás repitió el donativo la vez tercera, pero en esta ocasión fue sorprendido por el padre, arrepentido ya de sus malos pensamientos, que se explayó en manifestaciones de gratitud y de piedad. Por él se supo lo ocurrido y que había sido Nicolás el generoso donante. Como la tradición quiere que las tres veces que el Santo dejó la bolsa ocurriera el hecho en lunes, en esto se funda la devoción de los tres lunes de San Nicolás.

Se afirma que el Santo perdió a sus padres siendo aún muy joven y que, sintiendo vivamente la vocación sacerdotal, acogióse al amparo de un tío suyo, que le precedió en la silla episcopal de Mira. Este último detalle no puede darse como cierto. Ni tampoco que, una vez sacerdote, se le confiase la abadía del monasterio de Sión. Y en cuanto a la peregrinación a Tierra Santa, que efectuó poco despues, parece que existe una confusión entre San Nicolás de Bari y otro Nicolás, también obispo, que rigió la diócesis de Pinara en el siglo VI. En los primeros textos biográficos de los siglos IX y X, los dos obispos del mismo nombre aparecen confundidos, pero la moderna investigación ha puesto de relieve la existencia del segundo, que había sido negada.

Sobre la designación de San Nicolás para la silla episcopal de Mira, hecho histórico indudable, flota también una admisible leyenda piadosa. Se afirma que, no llegando a un acuerdo los electores, un anciano obispo, sin duda por inspiración divina, propuso que se designara al primer sacerdote que entrase en el templo a la siguiente mañana. Este sacerdote fue San Nicolás, que tenía costumbre de celebrar muy a primera hora. Pareció con esto que el dedo de Dios lo señalaba, y fue electo y consagrado obispo de Mira, sede que ocupó hasta su muerte.

La ceremonia de la consagración se completa con un nuevo milagro sumamente dudoso, pero que citamos porque en él se funda la devoción de los que consideran a San Nicolás como abogado especial para casos de incendio. Quiere la tradición que, hallándose el nuevo obispo vestido de pontifical, penetrase en el templo una infeliz mujer que llevaba en brazos a un niño muerto abrasado. Lo depositó sin decir palabra a los pies del obispo, el cual oró brevemente, obteniendo del poder de Dios que el pobre niño volviese a la vida.

¿Fue martirizado San Nicolás durante la persecución del 319? ¿Estuvo en el concilio de Nicea? He aquí dos cuestiones dudosas históricamente, aunque en el terreno tradicional y devoto se contestan en sentido afirmativo. Se asegura que el obispo de Mira fue encarcelado por Licinio y sometido a tortura en la prisión, de lo que le quedaron cicatrices gloriosas, que mostró después en Nicea y que besó Constantino en la recepción final a los obispos concurrentes.

Pero no es nada seguro que San Nicolás estuviese enNicea. Si, por una parte, nos sentimos inclinados a admitir que estuvo por la sencilla razón de que acudieron allí más de 300 obispos y se cuentan de fijo entre ellos casi todos los del Asia Menor, por otra hay que reconocer que, si estuvo, no se distinguió ni singularizó en nada, ni figura en la larga lista de prelados a los que se confió la difusión de los acuerdos del concilio. No hay que decir que es un puro absurdo la anécdota de San Nicolás en Nicea, dándole un bofetón a Arrio. Lo probable es tal vez que, siendo la diócesis de Mira la menos contaminada por el arrianismo, San Nicolás, por esa razan o la que fuese, no acudió a Nicea.

Lo cual no impide que, en su viaje de ida al concilio, se sitúe el menos admisible y más burdamente popular de sus milagros, que debemos referir a pesar de todo, porque es la leyenda que mas influencia ha ejercido sobre la iconografía de San Nicolás. En la mayoría de las estampas e imágenes aparece San Nicolás al lado de una especie de cubo, del cual salen tres niños en ademán de orar y dar las gracias. Esto alude a una conseja atroz, a la que no se concede el menor crédito histórico. Pretende que, yendo San Nicolás camino de Nicea para asistir al concilio acompañado de Eudemo, obispo de Pátara, y tres sacerdotes más, se detuvieron al caer de la tarde en un mesón o ventorro donde determinaron pasar la noche. Al servirles la cena el ventero puso sobre la mesa una fuente llena de tasajos, al parecer de atún en escabeche. Dispúsose San Nicolás a echar la bendición, y en el mismo instante se le reveló que aquellos tasajos no eran de otra cosa que de carne humana. El ventero era un asesino que, de vez en cuando, mataba a un huésped y salaba la carne, que ofrecía después a otros. Las últimas víctimas habían sido tres adolescentes, que yacían ahora—si a eso puede llamarse yacer—despedazados en una cuba, San Nicolás acusó al ventero de su horrendo crimen y, como el mal hombre la quiso negar, el Santo conminó a todos a que le acompañasen a la bodega o despensa, donde, puesto en oración frente a una cuba, salieron de ella los tres muchachos vivos, que dieron gracias al Santo por su intercesión.

Registrado este milagro apócrifo para explicar al lector el sentido de la más acostumbrada representación de San Nicolás, nos queda por decir que el obispo vivió santamente hasta los sesenta y cinco años de edad y que se da como fecha de su muerte el 6 de diciembre del 345. Enterrado en la iglesia de Mira permaneció el cuerpo de San Nicolás por espacio de setecientos cuarenta y dos años, hasta que, habiendo pasado la ciudad y todo aquel territorio a manos de los sarracenos, cundió en las poderosas ciudades italianas, donde la devoción al Santo era muy viva, el propósito de realizar una expedición para el rescate de sus restos mortales. Donde más intensamente arraigó el propósito fue en Venecia y en Bari. Los de está última ciudad dieron cima a la empresa utilizando un barco que en apariencia iba a llevar trigo a Antioquía. Lograron apoderarse de la venerada reliquia y desembarcar con ella en Bari el 9 de mayo de 1087. Allí reposan desde entonces los restos del Santo, que por eso es llamado de Bari, y la ciudad es centro de peregrinaciones de devotos de todas partes. Es santo Patrono de Rusia, cuyo último zar llevó su nombre y donde la Iglesia cismática celebra la fiesta de la traslación de San Nicolás. El número de rusos que afluían a Bari antes del comunismo era tal, que hubo en la ciudad italiana una hospedería y un hospital moscovitas.

San Nicolás es patrono de marinos y navegantes, porque se cuenta que en una ocasión aquietó las olas enfurecidas, salvando un barco próximo a zozobrar. Y es él, bajo su propio nombre en países católicos, y como la mítica figura de Santa Claus (Saint Nicholas—Sint Klaeg— Santa Claus ) entre protestantes, quien trae juguetes a los niños. Ha resultado, en verdad, "vencedor de pueblos' por la universalidad de la devoción que inspira.

NICOLÁS GONZÁLEZ RUIZ.

5 dic 2014

Aprendamos con la catequesis de la liturgia




APRENDAMOS CON LA CATEQUESIS DE LA LITURGIA

Por Ángel Gómez Escorial

1.- La liturgia es una forma suprema de catequesis que reúne al pueblo de Dios todos los días. La presencia y escucha de los textos sagrados condensa una forma de enseñanza de gran importancia. Y esa catequesis se hace de especiales resonancias en las misas dominicales, en las eucaristías del Día del Señor. Vemos así como las lecturas de este primer domingo de Adviento pues guardan oportuna continuidad con los textos del domingo anterior en el que celebrábamos la solemnidad de Cristo Rey.

2.- El consejo se repite: tenemos que estar vigilantes porque la venida del Señor está próxima. En realidad, cada vez, que las oraciones de la misa decimos “¡Ven, Señor Jesús!” o “¡Hasta que vuelvas!” rezamos ante la venida segunda de Jesús –la Parusía—que aunque mantenga el secreto del momento en que se vaya a producir no por eso es menos deseada por los fieles del Señor. Y es que, entre otras cosas, uno de los más grandes anhelos del cristiano es ese encontrarse a Jesús de una vez y para siempre.

3.- Celebramos este primer domingo de Adviento y con él iniciamos un nuevo año litúrgico y estrenamos nuevo ciclo, el B. Ya en el altar, y en el ornamento del templo, se apreciará que estamos iniciando la cuenta atrás para la llegada de Jesús a la Tierra. Renovamos, una vez más, el deseo de verle Niño, allá en Belén, junto a María y a José. Y nos proponemos a recorrer ese tiempo de espera en la convicción profunda que algo nuevo debe abrirse en nuestro interior, para mejor recibir al Hijo de Dios. Es el Padre Dios quien nos lo envía para que todos los hombres y mujeres se salven y para que la paz y el amor reinen entre todos.

4.- Y eso se trasluce claramente en la primera lectura, sacada del capítulo 63 del libro de Isaías. En ella se anuncia –a nosotros y al pueblo judío de quinientos años del nacimiento de Cristo— la paternidad sublime de Dios y que ella va a sustituir, por mejora evidente, a aquella otra que inició el Patriarca Abrahán, porque para esperar al Hijo antes hay que reconocer al Padre, al Dios de todos que es Padre para todos. Isaías lo dice claramente: nosotros somos arcilla y Dios es el alfarero.

5.- San Pablo en el fragmento que hemos escuchado hoy de la primera carta a los fieles de Corinto nos confirma con sencillez y profundidad esa paternidad de Dios Padre, por revelación de Jesucristo. Hay además un matiz muy importante para estos tiempos: el llamamiento que Pablo de Tarso que hace a los Corintos contiene una invocación a la unidad, por la misma que mantienen Padre e Hijo. Y hemos de tenerlo en cuenta en este primer día del Adviento. Hemos de esperar a Jesús pero todos unidos. Eso no significa un uniformismo a ultranza o un diseño exclusivo del pensamiento de los fieles cristianos.

6.- La discrepancia es posible y hasta aconsejable. Pero no en nada de lo que es fundamental y que no es otra cosa que nuestra comunión en la unidad de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Habría además una unidad operativa, útil y no restadora de libertades, que es la posición fraterna de todos aquellos que comparten la comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, pues dicha unidad es fuente de confianza para aquellos hermanos alejados que se acercan a nosotros.

7.- Hemos de esperar en el Señor. Lo dice el Evangelio de Marcos, que nos presidirá y nos enseñará durante este ciclo B. Pero esperar y confiar en Dios, no significa adentrarse por la senda de la vagancia y de la inoperancia. Hemos de pedir a Dios que nos cure, pero hemos de acudir al médico y poner toda nuestra voluntad en curarnos. Y así con todas las cosas de la vida. Es posible, no obstante, que el conocimiento de las ciencias modernas y de las tecnologías recién descubiertas nos lleven a pensar en lo contrario: que no necesitamos a Dios. Y eso puede ser un error fatal.

8.- Trabajamos junto a Dios para hacer un mundo mejor y para buscar el bienestar legítimo de nuestros hermanos. Sabemos que Jesús de Nazaret nos ha pedido que colaboremos con Dios Padre –con la Trinidad—en la redención de todos los hombres. Y la espera, hoy, que nos pide Marcos es un tiempo de esperanza, dirigido a hacer mejor nuestro trabajo, cuyas pautas fundamentales no son otras que esas ya muy sabidas de amar a Dios sobre todas las cosas y que ese mismo amor dirigido a los hermanos nos lleve a entregarnos a ellos, sin reservas, para su salvación y por tanto para su felicidad, tanto aquí en la tierra, como un poco más tarde, allá en el cielo. Despojémonos de todos los viejos hábitos, del viejo traje, para revestirnos de la gran esperanza de la llegada del Salvador del Mundo.

LA HOMILÍA MÁS JOVEN

ESPERANZA

Por Pedrojosé Ynaraja

1.- El calendario litúrgico cambia de tercio, entramos en el ciclo B, durante el cual nos acompañarán, en la misa dominical, textos del evangelio de Marcos, excepto en algunas ocasiones especiales, que se nos proclamarán fragmentos del de Juan.

Vistas en conjunto las tres lecturas de hoy expresan muy bien el sentido de este tiempo: etapa de preparación. Observando con algún detenimiento, comprobaremos que la primera y la tercera nos llaman a la Esperanza y es a esta actitud exclusiva y genuinamente humana, la que voy brevemente a explicar, mis queridos jóvenes lectores.

2.- Si observáis en vuestro entorno y si examináis vuestro interior, comprobaréis que nuestra actualidad está enferma de Esperanza. Por si no lo habéis advertido, os lo digo ahora, esta virtud tan olvidada, la escribiré siempre con mayúscula. Os recomiendo que si estáis interesados por ella, leáis a Charles Péguy. Este autor místico francés es un poco difícil de asimilar. Su lenguaje es llano y sencillo, pero repetitivo. Os trasmito una imagen muy suya: la Esperanza es como una criatura pequeñita que va de la mano de sus dos hermanas mayores: la Fe y la Caridad.

3.- Vivimos muchos en lo que se ha venido a llamar la sociedad del bienestar. Otros, con acierto, la califican como la del derroche. Me estoy refiriendo a lo que llamamos Primer Mundo. La ausencia de Esperanza era una realidad un tanto oculta hace unos años. Al introducirse “como elefante en una cristalería”, la crisis económica, esta pandemia se ha hecho mucho más visible y la enfermedad ha empeorado la situación.

4.- El fenómeno del suicidio molesta a todos. Cuando acontece en una persona joven es todavía más enojosa y se trata, generalmente, de ocultar por parte de los allegados, sea familia o amistades. Pues sucede que, a la noticia de la muerte, de inmediato viene la pregunta ¿la provocaron los padres? ¿Tal vez es consecuencia de un fracaso sentimental? A nadie le gusta verse involucrado en ello, más vale, pues, tratar de ignorarlo, relegarlo al olvido. Pero el triste fenómeno continúa existiendo. Tal vez no se recurra a él por diversos motivos, pero se acude a la droga de cualquier clase, incluido el alcoholismo, como a una muerte obtenida a plazos.

Pensaréis, mis queridos jóvenes lectores, que me he vuelto trágico o pesimista y no os acusaré de que así lo imaginéis. Pero os advierto que la única manera de elevarse a la Esperanza, que es algo muy superior al optimismo, es conociendo la profundidad de donde estamos.

5.- El profeta Isaías nos anuncia un cambio radical. Utiliza un vocabulario propio de una cultura agrícola y de tiempos lejanos. De las espadas forjarán arados, de las lanzas podaderas, dice. Debemos hacer un esfuerzo y traducirlo a nuestra actualidad. Tal vez podamos expresarlo así: los cañones, las minas antipersona, los misiles, se convertirán en diversiones festivas, en fuegos de artificio para la fiesta final, la gran celebración. Él habla de Jerusalén, nosotros debemos atribuirlo a la Iglesia y no iremos errados. Habréis observado que en la Santa Madre Iglesia brotan las flores del martirio con una fuerza y cantidad que nunca se dieron en otros tiempos. Que si a nuestro alrededor observamos indiferencia y los medios de comunicación se abonan a difundir maldades y desvelar vicios entre personas que ocupan lugares importantes, que en muchos casos son ciertas, no olvidemos que para lograr la limpieza de un tejido, debemos conocer primero con detalle las características de la mancha.

6.- Otro síntoma. Si en otros tiempos, con deseos de dominio, los países que se creían civilizados ejercieron poder injusto sobre otros, principalmente del hemisferio sur, que vivían pobremente y se aprovecharon para ventaja propia, ahora no hay rincón del mundo donde un misionero esté presente con su testimonio y junto a él, una escuela y un hospital. Mártires y misioneros son la Esperanza. Diminuta semilla que germina y crece.

7.- Un fenómeno inesperado ha sido la elección del Papa Francisco que ofrece una imagen nueva de la Iglesia. Ahora bien, si no debemos ignorar su valor y su valer, tampoco desdeñar a quienes le acompañan, los que conociéndole lo escogieron y, sintiéndolos a su lado, le dan coraje y ánimos para la difícil tarea, preparada por sus antecesores, de renovar a la Iglesia.

8.- No perdáis la Esperanza, fundamentarla en la Iglesia de Jesucristo. Que crezca el conocimiento y vivencia de la Fe. Que no olvidéis el Amor. Amor de conmiseración con los indigentes, de cuerpo y de espíritu. Amor generoso de amistad, de comunicación sin precauciones. Amor de enamoramiento, proyecto común y generoso de un obrar juntos, para mejorar el futuro, otorgando a la sociedad nuevas vidas y a la Iglesia nuevos santos. El egoísmo y la pereza son obstáculos que debéis superar. Estad preparados.

Santo Evangelio 5 de Diciembre de 2014



Día litúrgico: Viernes I de Adviento

Texto del Evangelio (Mt 9,27-31): Cuando Jesús se iba de allí, al pasar le siguieron dos ciegos gritando: «¡Ten piedad de nosotros, Hijo de David!». Y al llegar a casa, se le acercaron los ciegos, y Jesús les dice: «¿Creéis que puedo hacer eso?». Dícenle: «Sí, Señor». Entonces les tocó los ojos diciendo: «Hágase en vosotros según vuestra fe». Y se abrieron sus ojos. Jesús les ordenó severamente: «¡Mirad que nadie lo sepa!». Pero ellos, en cuanto salieron, divulgaron su fama por toda aquella comarca.


Comentario: Fray Josep Mª MASSANA i Mola OFM (Barcelona, España)
Jesús les dice: ‘¿Creéis que puedo hacer eso?’. Dícenle: ‘Sí, Señor’

Hoy, en este primer viernes de Adviento, el Evangelio nos presenta tres personajes: Jesús en el centro de la escena, y dos ciegos que se le acercan llenos de fe y con el corazón esperanzado. Habían oído hablar de Él, de su ternura para con los enfermos y de su poder. Estos trazos le identificaban como el Mesías. ¿Quién mejor que Él podría hacerse cargo de su desgracia?

Los dos ciegos hacen piña y, en comunidad, se dirigen ambos hacia Jesús. Al unísono realizan una plegaria de petición al Enviado de Dios, al Mesías, a quien nombran con el título de “Hijo de David”. Quieren, con su plegaria, provocar la compasión de Jesús: «¡Ten piedad de nosotros, Hijo de David!» (Mt 9,27).

Jesús interpela su fe: «¿Creéis que puedo hacer eso?» (Mt 9,28). Si ellos se han acercado al Enviado de Dios es precisamente porque creen en Él. A una sola voz hacen una bella profesión de fe, respondiendo: «Sí, Señor» (Ibidem). Y Jesús concede la vista a aquellos que ya veían por la fe. En efecto, creer es ver con los ojos de nuestro interior.

Este tiempo de Adviento es el adecuado, también para nosotros, para buscar a Jesús con un gran deseo, como los dos ciegos, haciendo comunidad, haciendo Iglesia. Con la Iglesia proclamamos en el Espíritu Santo: «Ven, Señor Jesús» (cf. Ap 22,17-20). Jesús viene con su poder de abrir completamente los ojos de nuestro corazón, y hacer que veamos, que creamos. El Adviento es un tiempo fuerte de oración: tiempo para hacer plegaria de petición, y sobre todo, oración de profesión de fe. Tiempo de ver y de creer.

Recordemos las palabras del Principito: «Lo esencial sólo se ve con el corazón».

San Sabas, Abad, 5 de Diciembre



San Sabas, Abad

Autor: P. Ángel Amo. 

Sabas es el fundador de la llamada Grande Laura al lado del valle de Cedrón, a las puertas de Jerusalén. Había nacido en Mutalasca, cerca de Cesarea de Capadocia, en el 439, y después de pasar algún tiempo en el monasterio de su pueblo, en el 457 se trasladó al de Jerusalén fundado por Pasarión, pero éste no satisfizo sus aspiraciones. Y al contrario de muchos monjes que abandonaban su convento para correr a las grandes ciudades a llevar una vida poco edificante, Sabas, deseoso de soledad, durante una permanencia en Alejandría pidió y obtuvo el permiso para retirarse a una gruta, con el compromiso de regresar todos los sábados y domingos a hacer vida común en el monasterio.

Cinco años después, de regreso en Jerusalén, fijó su domicilio en el valle de Cedrón en una gruta solitaria, a donde entraba por una pequeña escalera hecha con lazos. Por lo visto, esa escalera reveló su escondite a otros monjes deseosos como él de soledad, y en poco tiempo, como en un gran panal, esas grutas inhóspitas en la pared rocosa se poblaron de solitarios pero no ociosos habitantes.

Así nació la Grande Laura, esto es, uno de los más originales monasterios de la antigüedad cristiana. Sabas, con mucha paciencia y al mismo tiempo con indiscutible autoridad, gobernó ese creciente ejército de ermitaños organizándolos según las reglas de vida eremítica ya establecidas un siglo antes por San Pacomio. Para que la guía del santo abad tuviera un punto de referencia en la autoridad del obispo, el patriarca de Jerusalén lo ordenó sacerdote en el 491. Sabas, a pesar de su predilección por el total aislamiento del mundo, no rehuyó sus compromisos sacerdotales. Fundó otros monasterios, entre ellos uno en Emaús, y tomó parte activa en la lucha contra la herejía de los monofisitas, llegando al punto de movilizar a todos sus monjes en una expedición para oponerse a la toma de posesión de un obispo hereje, enviado a Jerusalén por el emperador Anastasio.
Ante el emperador de Constantinopla, San Sabas puso en escena una representación de mímicas para demostrar con la evidencia de las imágenes coreográficas la triste condición del pueblo palestino agobiado por pesados impuestos y uno en particular, que perjudicaba a los comerciantes, pero sobre todo al pueblo.

Cuando murió, el 5 de diciembre del 532, toda la región quiso honrarlo con espléndidos funerales. En Roma, en el siglo VII, por obra de los monjes griegos surgieron sobre el monte Aventino un monasterio y una basílica dedicados a su memoria, del que toma el nombre el barrio.

Fue uno de los santos más influyentes y significativos del anacoretismo en Oriente.

4 dic 2014

Santo Evangelio 4 de Diciembre de 2014



Día litúrgico: Jueves I de Adviento

Texto del Evangelio (Mt 7,21.24-27): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «No todo el que me diga: ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial. Así pues, todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica, será como el hombre prudente que edificó su casa sobre roca: cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, y embistieron contra aquella casa; pero ella no cayó, porque estaba cimentada sobre roca. Y todo el que oiga estas palabras mías y no las ponga en práctica, será como el hombre insensato que edificó su casa sobre arena: cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, irrumpieron contra aquella casa y cayó, y fue grande su ruina».


Comentario: Abbé Jean-Charles TISSOT (Freiburg, Suiza)
No todo el que me diga: ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de los cielos

Hoy, el Señor pronuncia estas palabras al final de su "sermón de la montaña" en el cual da un sentido nuevo y más profundo a los Mandamientos del Antiguo Testamento, las "palabras" de Dios a los hombres. Se expresa como Hijo de Dios, y como tal nos pide recibir lo que yo os digo, como palabras de suma importancia: palabras de vida eterna que deben ser puestas en práctica, y no sólo para ser escuchadas —con riesgo de olvidarlas o de contentarse con admirarlas o admirar a su autor— pero sin implicación personal.

«Edificar en la arena una casa» (cf. Mt 7,26) es una imagen para describir un comportamiento insensato, que no lleva a ningún resultado y acaba en el fracaso de una vida, después de un esfuerzo largo y penoso para construir algo. "Bene curris, sed extra viam", decía san Agustín: corres bien, pero fuera del trayecto homologado, podemos traducir. ¡Qué pena llegar sólo hasta ahí: el momento de la prueba, de las tempestades y de las crecidas que necesariamente contiene nuestra vida!

El Señor quiere enseñarnos a poner un fundamento sólido, cuyo cimiento proviene del esfuerzo por poner en práctica sus enseñanzas, viviéndolas cada día en medio de los pequeños problemas que Él tratará de dirigir. Nuestras resoluciones diarias de vivir la enseñanza del Cristo deben así acabar en resultados concretos, a falta de ser definitivos, pero de los cuales podamos obtener alegría y agradecimiento en el momento del examen de nuestra conciencia, por la noche. La alegría de haber obtenido una pequeña victoria sobre nosotros mismos es un entrenamiento para otras batallas, y la fuerza no nos faltará —con la gracia de Dios— para perseverar hasta el fin.


Comentario: + Rev. D. Antoni ORIOL i Tataret (Vic, Barcelona, España)
Entrará en el Reino de los cielos (...) el que haga la voluntad de mi Padre celestial

Hoy, la palabra evangélica nos invita a meditar con seriedad sobre la infinita distancia que hay entre el mero “escuchar-invocar” y el “hacer” cuando se trata del mensaje y de la persona de Jesús. Y decimos “mero” porque no podemos olvidar que hay modos de escuchar y de invocar que no comportan el hacer. En efecto, todos los que —habiendo escuchado el anuncio evangélico— creen, no quedarán confundidos; y todos los que, habiendo creído, invocan el nombre del Señor, se salvarán: lo enseña san Pablo en la carta a los Romanos (cf. Ro 10,9-13). Se trata, en este caso, de los que creen con auténtica fe, aquella que «obra mediante la caridad», como escribe también el Apóstol.

Pero es un hecho que muchos creen y no hacen. La carta de Santiago Apóstol lo denuncia de una manera impresionante: «Sed, pues, ejecutores de la palabra y no os conforméis con oírla solamente, engañándoos a vosotros mismos» (Stg 1,22); «la fe, si no tiene obras, está verdaderamente muerta» (Stg 2,17); «como el cuerpo sin alma está muerto, así también la fe sin obras está muerte» (Stg 2,26). Es lo que rechaza, también inolvidablemente, san Mateo cuando afirma: «No todo el que me diga: ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial» (Mt 7,21).

Es necesario, por tanto, escuchar y cumplir; es así como construimos sobre roca y no encima de la arena. ¿Cómo cumplir? Preguntémonos: ¿Dios y el prójimo me llegan a la cabeza —soy creyente por convicción?; en cuanto al bolsillo, ¿comparto mis bienes con criterio de solidaridad?; en lo que se refiere a la cultura, ¿contribuyo a consolidar los valores humanos en mi país?; en el aumento del bien, ¿huyo del pecado de omisión?; en la conducta apostólica, ¿busco la salvación eterna de los que me rodean? En una palabra: ¿soy una persona sensata que, con hechos, edifico la casa de mi vida sobre la roca de Cristo?

San Juan Damasceno 4 de Diciembre



4 de diciembre

 SAN JUAN DAMASCENO

(† 749)


Por la brillantez de su doctrina y la elegancia abundosa de su elocuencia, la tradición apellidaba a San Juan Damasceno "Crisorroas" (Chrysorrhoas), "que fluye oro". Nosotros le religamos a su ciudad de origen al llamarle Damasceno. De hecho "Crisorroas" y "Damasceno" se emparejan. Pues el apodo antiguo surge espontáneo del ejemplo del río Barada, llamado por Strabón "Crisorroas", porque ha creado el milagro de la ciudad de Damasco. Antes el Barada ha retenido su fluir —agua alimentada por las nieves del Antilíbano y por las lluvias—, apretándolo en estrecho cauce, ahondándolo en profunda garganta. Luego se derrama de golpe, pleno, en la llanura, y surge, como por encanto, en medio de un desierto desolador, una maravilla de floración: canales, surtidores, huertos, frutales, árboles incesantes, jardines, los famosos jardines. Damasco es su única ciudad; pero una ciudad única. El Barada se agota en ella. Al salir, cansado y sucio, sólo a veinticinco kilómetros sus aguas se sumen en la tumba sedienta del desierto.

Lo mismo el Damasceno, el Crisorroas. San Juan es el último Padre de la Iglesia de Oriente. Un río abundante alimentado por dos fuentes: la tradición eclesiástica —las nieves perpetuas que reposan en las cumbres altísimas de los Doctores griegos— y la Sagrada Escritura o el fruto del Espíritu Santo, el agua que el cielo llueve. Sabe Juan, porque Dios le ha dado a conocer el misterio cristiano, que esta agua es su única fuerza. Por eso la retiene y la concentra dentro de la más fiel obediencia; le consagra su vida en servicio pleno y perenne. El día que recibe la ordenación sacerdotal, siendo ya monje de la Laura de San Sabas, rubrica su "profesión y declaración de fe", en la que pronuncia, entre otras, las siguientes palabras: "Me llamaste ahora, oh Señor, por las manos de tu pontífice, para ser ministro de tus discípulos". Y luego: "Me has apacentado, oh Cristo Dios mío, por las manos de tus pastores, en un lugar de verdor, y me has saturado con las aguas de la doctrina verdadera." Traslada así al recinto fecundo de San Sabas el símbolo de su ciudad natal. En San Sabas, con una vida repleta de silencio, de oración y de estudio, va apretando su agua en el cauce de la regla de la fe, libre de desviaciones humanas; la ahonda en la garganta de una humildad de serias profundidades. El milagro final es la explosión de su vida y de su obra; una floración feliz, polifacética, síntesis de toda la escuela de los Padres griegos, sumergida en el aire aromático, vivificante de la santidad. Luego, por diversas causas, la floración y el agua que encerraban dinamismo en promesa para influir en toda la historia subsiguiente, se han estancado a corta distancia en el desierto de un desconocimiento extraño, injustificado. Queda sólo el monumento perenne de la explosión, como Damasco, para solaz, ejemplo y servicio del viandante, de este viajero que es todo cristiano en camino hacia la patria.

Vengamos al detalle. Iniciamos de nuevo con Damasco. Un jardín es siempre un sueño para todo el que habita en tierras áridas. Por eso a Damasco convergen esas oleadas nómadas que a principios del siglo VII fluyen del desierto arábico bajo la bandera de la media luna. Se rinde la ciudad al musulmán el año 634. Poco después (661) se convierte en la sede de los califas. Aquí, en este ambiente embriagado de islamismo, nace sólo unos quince años más tarde, alrededor del 675, Juan Damasceno. Sin embargo, su cuna familiar es un oasis de honda raigambre cristiana. A los principios los árabes dejaban cierta libertad a los cristianos: se contentaban sólo con recibir de ellos la aportación de los impuestos. El padre de Juan, Sergio Mansur, ejerce precisamente el cargo de logozeta, es decir, el representante de los cristianos encargado de recoger sus impuestos por cuenta del califa. En su ambiente familiar, noble y rico, Juan recibe una educación esmerada. En su "profesión y declaración de fe" recuerda él más tarde su cuna terrena, a la que contrapone su nacimiento a la vida sobrenatural por el santo bautismo, su participación en los diversas misterios cristianos, su crecimiento en la fe de Jesucristo. Parece que su maestro religioso fue el monje italiano Cosme, cautivo de los árabes, a quien Sergio redimió en su casa para asegurar la formación espiritual de su hijo. Así Juan se va haciendo el "hombre perfecto en Cristo". Su discreción y prudencia le hacen digno de suceder, ya en temprana juventud, a su padre en el cargo de logozeta; pues según las Actas del VII Concilio ecuménico (787), Juan había abandonado sus bienes "al ejemplo del evangelista Mateo": San Mateo era justamente "publicano", o colector de tributos, antes de ser apóstol.

Efectivamente, muy pronto Juan Mansur renuncia a sus posesiones y a su brillante porvenir humano, para seguir de cerca a Jesucristo. No se hace sin sangre la renuncia. Dicen las Actas del VII Concilio que "prefirió el oprobio de Jesucristo a las riquezas de la Arabia, y una vida de malos tratos a las delicias del pecado". Sin duda, la crisis sacude su ardiente juventud. Por ahora, hacia el 710, los califas empiezan a ensañarse con los cristianos. Omar II (717-720) les veda incluso el derecho de ejercer toda función civil. Abundan los mártires. Juan Mansur se encara con la alternativa: o Cristo, o el cargo brillante en la corte árabe. Pero el buen soldado de Cristo no claudica: abandona al mundo y se retira a la Laura de San Sabas, un poblado monástico situado en las cercanías de Jerusalén.

San Sabas es ya en adelante su domicilio habitual. Sale, a veces, por fuerza de apostolado, pero allá regresa siempre como al lugar "verde" de su reposo, donde madura su fecundidad. Aquí la oración y el estudio. La cultura literaria y filosófica que ya poseía, conforme a su rango en el mundo, le permiten iniciarse rápidamente en los misterios de la teología, hasta llegar a ser un maestro acabado. Pronto recibe la ordenación sacerdotal de manos del patriarca de Jerusalén, Juan IV (706-734), de quien él se declara discípulo y amigo íntimo.

Con el sello del sacerdocio la fuerza incontenible de su ministerio y de su santidad se expande luego por los márgenes de Oriente. Juan IV le hace —¡al Crisorroas!— su predicador oficial en la basílica del Santo Sepulcro. Conserva siempre relaciones muy estrechas con el clero de Damasco. En general, todos los obispos, particularmente los de la iglesia siria, acuden a él como al indiscutible doctor, como al defensor incansable de la fe en toda clase de problemas doctrinales, porque a todos abarca con tino certero la privilegiada mente del Damasceno, plena de luz del Espíritu.

Su celo no conoce obstáculos. De su larga tarea espigamos algunos datos más salientes. Lo primero es la herejía iconoclasta. El año 726 el emperador de Bizancio, León III Isáurico, proclama en una bula la prohibición como idolatría, de rendir culto a las imágenes, y consiguientemente su destrucción. Se levanta la Iglesia de Oriente contra la usurpación de sus derechos: el doctor de San Sabas despunta con su pluma luminosa, que ha dejado para siempre su nombre ligado a esta cuestión. Toma, primero, parte en la sentencia de excomunión dictada con los obispos de Oriente contra León Isáurico, el año 730. Pero sobre todo abunda en los tres discursos apologéticos que escribe en nombre del patriarca de Jerusalén. Resume en ellos toda una teología definitiva y perenne de las imágenes. Es legítimo, propugna, su culto, según el uso secular de la Iglesia, que no se puede engañar. Esta es su regla siempre. Distingue luego entre el culto de latría, adoración, que se debe sólo a Dios, y el culto de veneración, que se rinde a la imagen, no por sí misma, sino por lo que representa, y además sólo en la medida de su relación con Dios, lo cual elimina el peligro de desviación idolátrica o supersticiosa, ya que el culto converge siempre en Dios. Ejercen además las imágenes una sana pedagogía, como un libro abierto, legible por todos, que recuerda la lección del ejemplo, de los beneficios divinos y fomenta la piedad.

Luego son todas las herejías conocidas en su tiempo, sobre todo aquellas que atañen a la cristología y a la Trinidad. Casi siempre por obediencia, ante la demanda de los obispos, combate el Damasceno las herejías nestoriana, monofisita, monoteleta. Y no superficialmente, sino con tratados serios, concienzudos. Abarca también su ardiente polémica las sectas no cristianas, como el maniqueísmo (resurgido entonces con el nombre de paulicianismo) y el islamismo, a pesar del enorme riesgo que supone encararse con los dueños políticos de la situación.

Junto a esto, todos sus escritos de orden puramente dogmático. Hablaremos luego. Como vemos, una vida repleta. Al cabo, tras una "ancianidad dichosa y fecunda", al decir de los sinaxarios griegos, entrega su alma a Dios en San Sabas, el año 749.

Dios le ahorraba en vida los latigazos de la persecución, sobre todo de la lucha iconoclasta, que se enfurecería más tarde. Hay, sin embargo, una tradición elocuente. Según ella, León Isáurico, en venganza, le comprometía ante el califa de Damasco, el cual ordenaba cercenarle la mano derecha; pero la Virgen María se la restituía milagrosamente aquella misma noche. Aunque hoy se duda de esta leyenda, retiene ella, sin embargo, todo su valor de símbolo. Símbolo del martirio incesante de una pluma que derrama en el papel el celo de un corazón dolorido por la "solicitud de la Iglesia": por su santidad borrada en las imágenes, por su unidad minada por las herejías, por sus derechos usurpados por el poder civil. El amor a la Iglesia fue siempre su norte, el afán que le empujó a gastar toda la luz de su mente y el amor de su corazón en su incansable tarea apologética y doctrinal.

Como buena señal, los herejes, después de su muerte, se cebaban en su fama. El emperador Constantino V Coprónimo (741-775) cambió su apellido de Mansur (victorioso) en Manser (bastardo), y obligaba a su clero a anatematizarle una vez al año. El conciliábulo iconoclasta de Hieria (753) decía de él y de San Germán y San Jorge de Chipre: "La Trinidad los ha hecho desaparecer a los tres." Pero pronto Dios volvía por la fama de su campeón. El VII Concilio ecuménico, que canoniza el culto a las imágenes, le grita "memoria eterna", y rectifica la frase: "La Trinidad los ha glorificado a los tres." Muy poco después de su muerte la Iglesia rendía culto a su santidad, y su nombre se insertaba en los sinaxarios griegos.

Y con toda verdad. San Juan Damasceno, pertenece a la raza de los grandes santos que han ilustrado a la Iglesia a la vez con su ciencia y con su virtud. Hablábamos de su amor a la Iglesia. De su amor a Dios, en los misterios de la Trinidad y de la Encarnación, nunca diríamos bastante. Se advierte a todo lo largo de su obra dogmática, apologética, homilética, como una incesante corriente subterránea. Es el que le hace exaltar con predilección la bondad entre todos los atributos de Dios. La devoción a los santos está escrita en la defensa de las imágenes. De su amor tiernísimo a la Madre de Dios decía algo el milagro de la leyenda. Tenemos, además, señales elocuentes y auténticas: la homilía sobre la Natividad de María, y aquellas tres, cargadas de unción y cariño, que pronunciaba en un solo día, "ya en el invierno de su vida", sobre la Dormición de Nuestra Señora, allí mismo en Getsemaní, donde estaba la tumba vacía de la Virgen. Son, además, testimonios preciosos de la fe que ya en el siglo VIII profesaba la Iglesia en el dogma de la Asunción de María. Esta es la verdadera santidad del Damasceno. Afortunadamente, su vida no ha sido teñida con la adulteración sensiblera de lo sorprendente. Su santidad es sobria, a la vez que irresistible, lo mismo que la luz del Espíritu que le domina; está adherida a las riberas de la fe; cimentada en la humildad, en esa humildad de hondo cauce por la que, a pesar de su sabiduría, habla con sinceridad bajamente de sí mismo en muchos recodos de sus escritos, llegando incluso a juzgarse como un hombre ignorante; orientada al trabajo y al sacrificio en el celo por la salvación de las almas y por el esplendor de la Iglesia.

Los griegos solían celebrar su fiesta el 4 de diciembre. También el 6 de mayo, conmemoración del traslado de su cuerpo, allá por el siglo XIII, desde San Sabas hasta Constantinopla, donde hoy se venera. El 19 de agosto de 1890 el papa León XIII le proclamaba Doctor de la Iglesia, y extendía su fiesta a la Iglesia universal, fijándola el 27 de marzo. Imposible condensar toda esa carga de doctrina que le ha merecido el título de Doctor. Decíamos de su apologética y homilética. Ya sus homilías no se quedan en elegante superficie. Fluye oro. Son ellas, sin duda, su obra más personal. Llevan una enjundia doctrinal que las hace netamente reconocibles, con esa rara virtud de ser abundante y conciso a la vez. Luego, sus escritos polifacéticos. En exégesis, un comentario completo a las cartas de San Pablo, resumido de los grandes exegetas griegos. En ascética, un estudio sobre las virtudes y los vicios y otro sobre los pecados capitales; asimismo la obra Paralelos sagrados, que es una colección de textos de la Escritura y de los Padres, con ingeniosos esquemas, para encontrarlos con facilidad. Sus efluvios descuellan hasta en la poesía. Casi todo el Octoejos, es decir, los ocho cantos del mismo tono correspondientes al oficio ordinario de los domingos en la liturgia bizantina, se debían a su estro. Compuso, además, poesías métricas para Navidad, Epifanía, Pentecostés; poesías rítmicas para otras fiestas, y diversas piezas eucarísticas, entre ellas, tres de preparación para la comunión, bellísimas. La tradición saboreó mucho sus himnos, que, como dice su biógrafo del siglo X, "todavía se cantan y producen a todos un placer divino". Pero, sin duda, su obra maestra es la que lleva por nombre La fuente de la ciencia. Se trata de una exposición del dogma católico siguiendo el símbolo de la fe, y precedida de una doble introducción, filosófica, en la que precisa las nociones que sirven de base al dogma, e histórica, en la que considera la fe a través del prisma de las herejías.

Doctrinalmente, "San Juan Damasceno, es, por excelencia, el teólogo de la Encarnación. Es el misterio que más extensamente le ocupa y del que habla en casi todos sus escritos. Su síntesis es verdaderamente representativa de toda la teología griega anterior" (Jugie). Este es su ingenio característico: el de teólogo que recoge los retazos de la tradición dogmática y los elabora, deduciendo con rigor las conclusiones teológicas. En esto es el pionero, y con mucha antelación, de los teólogos de la escolástica, sobre todo en cristología, con su exposición de los corolarios del dogma de la Encarnación. Igualmente sistematiza los dogmas de la Trinidad, de Dios Uno, de la gracia, los sacramentos, la Iglesia.

Destacamos este último por su importancia histórica. Por entonces el oriente bizantino descuidaba ya un poco su condición de subordinado en la Iglesia católica. Tal olvido, con sus pretensiones, llegaría a producir el cisma que aún lamentamos. San Juan Damasceno no dedicó un capítulo en su obra maestra a este tema tan importante. Tampoco estuvo en relaciones directas con el Papa, porque no le tocó vivir las virulencias de la lucha. Es el teólogo que trabaja en el silencio de su celda. Pero su doctrina es clara y tajante. La Iglesia, afirma con calor, es una sociedad independiente del poder civil; sociedad monárquica, que es, además, la solamanera de asegurar la paz y la unidad, y monarquía no diocesana o parcial, sino universal: descansa en la sede de Pedro —magníficos comentarios de los privilegios del jefe de los apóstoles— y sus sucesores, que deben residir en Roma, donde el apóstol murió en tiempos de Nerón. Los demás obispos y patriarcas son todos discípulos de Pedro, las ovejas que Cristo le encomendó.

Por su síntesis doctrinal se ha dicho que San Juan Damasceno fue para Oriente lo que Santo Tomás de Aquino para Occidente (véase su semblanza el 7 de marzo). Sin duda, la influencia del doctor de Damasco fue muy grande en Oriente, pero más bien como libro de texto. Le faltaron sencillamente esos discípulos que tuvo Santo Tomás para formar la escuela y prolongar la tarea y el pensamiento; por eso sus aguas quedaron estancadas pronto, injustificadamente. En momentos críticos de lucha doctrinal entre Oriente y Occidente, las obras del Damasceno fueron siempre el guía de los católicos contra los cismáticos. Y éstos, al fin, han llegado a olvidarle. Lo comprendemos. Sin embargo, en días en los que se siente, tal vez como nunca, la herida de la escisión de las iglesias, terminamos con el padre Régnon, haciendo votos por que "llegue la hora en que para cimentar la unión entre Oriente y Occidente la Iglesia ponga en la cátedra de sus escuelas La fuente de la ciencia, de San Juan Damasceno, junto a la Suma Teológica, de Santo Tomás. Sería, a la vez, hacer justicia al teólogo de San Sabas, al Padre que cierra la serie de las grandes lumbreras de la Iglesia de Oriente.

MANUEL REVUELTA SAÑUDO


San Juan Damasceno, presbítero y doctor de la Iglesia

San Juan es el último Padre de la Iglesia de Oriente. Es como un río abundante en dos vertientes que aprovecha al máximo y en sus maravillosas y abundantes obras dejará de ello un perenne testimonio: la Tradición y fidelidad al pasado, a los padres y Magisterio de la Iglesia, y su amor y profundo conocimiento de las Sagradas Escrituras.

Se le dan dos nombres: "DAMASCENO" por haber nacido en Damasco y "CRISORROAS" que significa "que fluye oro". Por la riqueza de su doctrina le llamaron así los antiguos.

El origen de su llamamiento, desde el hijo de cobrador de impuestos a los cristianos, hasta llegar al retiro del Monasterio de San Sabás, es bello y aleccionador. Aprende las maravillas de nuestra fe, las vive, se convierte en un profundo conocedor de la Doctrina de Jesucristo y empieza a predicarlo.

Pero esto no le llena. No se ve maduro, y por lo mismo se retira al desierto, al famoso Monasterio de San Sabás, cerca de Jerusalén.

El, en su juventud, había disfrutado de todos los halagos que puede ofrecer el mundo. Sus padres fueron muy buenos cristianos y él crecía día a día en la fe, pero aquella vida no le llenaba su gran corazón. Por ello, ahora, en la soledad del silencio y en las largas horas que pasa en oración, va madurando aquella alma que será un horno de fuego con su palabra y con su pluma, en defensa de los valores de la fe cristiana cuando la vea atacada. Con sus sermones arrebatadores y con sus abundantes y sólidos escritos, llegará a ser una de las lumbreras más grandes de todos los tiempos. 

El año 726, el emperador de Bizancio, León el Isáurico, proclama una Bula de prohibición de las imágenes. Juan se levanta, con fuerza, para defender su uso como medio para despertar la fe. Y dice:

"Lo que es un libro para los que saben leer, eso son las imágenes para los analfabetos. Lo que la palabra obra por el odio, lo obra la imagen por la vista. Las santas imágenes son un memorial de las obras divinas".

Sus obras son profundas, elegantes, llenas de celo y de sólida doctrina que aún hoy conservan su frescura. San Juan Damasceno fue para Oriente lo que SantoTomás fue para Occidente. Muere el año 749.

3 dic 2014

Adviento: camino y pórtico



Adviento: camino y pórtico

El pasar de los siglos no apagó la esperanza. El Señor cumple su promesa al mandarnos al Mesías. 

Autor: P. Fernando Pascual L.C. | Fuente: Catholic.net
El Adviento es como un camino. Inicia en un momento del año, avanza por etapas progresivas, se dirige a una meta.

Llega la invitación a ponernos en marcha. ¿Quién invita? ¿Desde dónde iniciamos a caminar? ¿Hacia qué meta hemos de dirigir nuestros pasos?

La invitación llega desde muy lejos. La historia humana comenzó a partir de un acto de amor divino: “Hagamos al hombre”. El amor daba inicio a la vida.

Ese acto magnífico se vio turbado por la respuesta del hombre, por un pecado que significó una tragedia cósmica. Dios, a pesar de todo, no interrumpió su Amor apasionado y fiel. Prometió que vendría el Mesías.

La humanidad entera fue invitada a la espera. El Pueblo escogido, el Israel de Dios, recibió nuevos avisos, oteó que el Mesías llegaría en algún momento de la historia. El pasar de los siglos no apagó la esperanza. El Señor iba a cumplir, pronto, su promesa.

Esa invitación llega ahora a mi vida. También yo espero salir de mi pecado. También yo necesito sentir el Amor divino que me acompaña en la hora de la prueba. También yo escucho una voz profunda que me pide dejar el egoísmo para dedicarme a servir a mis hermanos.

¿Desde dónde comienzo este camino? Quizá desde la tibieza de un cristianismo apagado y pobre. Quizá desde odios profundos hacia quien me hizo daño. Quizá desde pasiones innobles que me llevan a caer continuamente en el pecado. Quizá desde la tristeza por ver tan poco amor y tantas promesas fracasadas.

La voz vuelve a llamar. En el desierto del mundo, en la soledad de la multitud urbana, en la calma de la noche invadida por los ruidos, en las risas de una fiesta sin sentido... La voz pide, suplica, espera que dé un primer paso, que abra el Evangelio, que escuche la voz de Juan el Bautista, que abandone injusticias y perezas, que mira hacia delante.

El Salvador llega. Juan lo anuncia. La voz que suena en el desierto llega hasta nosotros: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1,15-16).

Santo Evangelio 3 de Diciembre de 2014


Día litúrgico: Miércoles I de Adviento

Texto del Evangelio (Mt 15,29-37): En aquel tiempo, pasando de allí, Jesús vino junto al mar de Galilea; subió al monte y se sentó allí. Y se le acercó mucha gente trayendo consigo cojos, lisiados, ciegos, mudos y otros muchos; los pusieron a sus pies, y Él los curó. De suerte que la gente quedó maravillada al ver que los mudos hablaban, los lisiados quedaban curados, los cojos caminaban y los ciegos veían; y glorificaron al Dios de Israel. 

Jesús llamó a sus discípulos y les dijo: «Siento compasión de la gente, porque hace ya tres días que permanecen conmigo y no tienen qué comer. Y no quiero despedirlos en ayunas, no sea que desfallezcan en el camino». Le dicen los discípulos: «¿Cómo hacernos en un desierto con pan suficiente para saciar a una multitud tan grande?». Díceles Jesús: «¿Cuántos panes tenéis?». Ellos dijeron: «Siete, y unos pocos pececillos». El mandó a la gente acomodarse en el suelo. Tomó luego los siete panes y los peces y, dando gracias, los partió e iba dándolos a los discípulos, y los discípulos a la gente. Comieron todos y se saciaron, y de los trozos sobrantes recogieron siete espuertas llenas.


Comentario: Rev. D. Joan COSTA i Bou (Barcelona, España)
‘¿Cuántos panes tenéis?’. Ellos dijeron: ‘Siete, y unos pocos pececillos’

Hoy contemplamos en el Evangelio la multiplicación de los panes y peces. Mucha gente —comenta el evangelista Mateo— «se le acercó» (Mt 15,30) al Señor. Hombres y mujeres que necesitan de Cristo, ciegos, cojos y enfermos de todo tipo, así como otros que los acompañan. Todos nosotros también tenemos necesidad de Cristo, de su ternura, de su perdón, de su luz, de su misericordia... En Él se encuentra la plenitud de lo humano.

El Evangelio de hoy nos hace caer en la cuenta, a la vez, de la necesidad de hombres que conduzcan a otros hacia Jesucristo. Los que llevan a los enfermos a Jesús para que los cure son imagen de todos aquellos que saben que el acto más grande de caridad para con el prójimo es acercarlo a Cristo, fuente de toda Vida. La vida de fe exige, pues, la santidad y el apostolado.

San Pablo exhorta a tener los mismos sentimientos de Cristo Jesús (cf. Fl 2,5). Nuestro relato muestra cómo es el corazón: «Siento compasión de la gente» (Mt 15,32). No puede dejarlos porque están hambrientos y fatigados. Cristo busca al hombre en toda necesidad y se hace el encontradizo. ¡Cuán bueno es el Señor con nosotros!; y ¡cuán importantes somos las personas a sus ojos! Sólo con pensarlo se dilata el corazón humano lleno de agradecimiento, admiración y deseo sincero de conversión.

Este Dios hecho hombre, que todo lo puede y que nos ama apasionadamente, y a quien necesitamos en todo y para todo —«sin mi no podéis nada» (Jn 15,5)— necesita, paradójicamente, también de nosotros: éste es el significado de los siete panes y los pocos peces que usará para alimentar a una multitud del pueblo. Si nos diéramos cuenta de cómo Jesús se apoya en nosotros, y del valor que tiene todo lo que hacemos para Él, por pequeño que sea, nos esforzaríamos más y más en corresponderle con todo nuestro ser.

San Francisco Javier, 3 de Diciembre



SAN FRANCISCO JAVIER
(+ 1552)


El 3 de diciembre de 1552 moría frente a la costa china, en una choza de la isla de Sancián, San Francisco Javier.

La noticia de este hecho, que tanto suponía para la marcha de las misiones asiáticas, llegó a Roma casi tres años después. En febrero de 1555, como un rumor no confirmado, en octubre, como un hecho cierto, pero rodeado de tales detalles en cuanto a la traslación del cuerpo desde Sancián a Malaca y Goa, su estado incorrupto y los milagros que se le atribuían, que el nombre de Javier pasó presto a tener esa resonancia apostólica ante el pueblo cristiano que hasta hoy le caracteriza.

¿Quién era aquel misionero y cuáles sus hazañas?

Francisco de Javier, cuyos apellidos debieron haber sido Jassu, Azpilcueta, Atondo y Aznárez de Sada, nació el 7 de abril de 1506 en el castillo de Javier, situado en los confines de Navarra, frente a Aragón, a ocho kilómetros de Sangüesa, 54 de Pamplona y uno de las márgenes del río Aragón.

Situación estratégica en la Edad Media, salvando los pasos de la ribera de Navarra al valle del Roncal a través del puente de Yesa, casi en su punto medio.

La familia del Santo era de las más distinguidas del reino navarro. Su padre, don Juan de Jassu o Jaso y Atondo, doctor por Bolonia en ambos derechos, era uno de los principales personajes del país, y unía en sí la rama de los Jassu de Ultrapuertos (hoy Francia) con la de Atondo, del señorío de Idocin. Su madre, María de Azpilcueta y Aznárez de Sada, provenía de la casa solar del mismo nombre del valle del Baztán, y heredaba de su madre la posesión de Javier, vinculado a su familia por lo menos desde 1263, lo mismo que cierto grado de parentesco con la realeza navarra.

Por eso Francisco de Javier reunía en sí una representación de casi todas las reglones de Navarra, y puede presentarse como un prototipo de sus hijos en el conjunto de sus cualidades distintivas, que la santidad no eclipsó u ocultó, sino que sublimó en rasgos heroicos de un universalismo sin tacha, matizado y punteado con las caracteristicas de su tierra.

Su formación primera dependió principalmente de la abadía fundada por su padre en la parroquia de Javier, lo mismo que de los miembros de su familia en aquel castillo solitario, especialmente de su madre: porque su padre, muerto cuando el Santo contaba nueve años, había estado ausente largas temporadas en Pamplona o en cortes extranjeras por los asuntos del reino.

Fuera de la piedad intensa que bebió en su vida familiar, el acontecimiento que influyó especialmente en la orientación de su carácter y de sus aspiraciones fue la ruina de las instituciones políticas bajo las que había nacido y por las que luchó su familia, y la ruina también de su castillo, rebajado a la categoría de mansión señorial de tipo agrícola, en vez de ostentar las almenas guerreras de sus enhiestas torres. Es indudable que todo ello influyó en su marcha a la Universidad de Paris en 1525, al terminar las guerras en que participaron sus hermanos y al asentarse sobre bases nuevas y duraderas la vida de los Javier, reconociendo el nuevo orden de cosas.

Los once años de Paris, como estudiante primero y como maestro algún tiempo en la Universidad de París (1525-1536), marcaron la etapa decisiva de la vida de Javier.

Hoy se conoce con profusión de datos la vida universitaria parisiense relacionada con el Santo. Conocemos el funcionamiento de sus colegios, divididos por naciones o grandes regiones, y en los que se daba la enseñanza principal, así como los nombres de los profesores y mil detalles de la vida diaria de aquella masa de estudiantes, verdadera ciudad libre dentro del recinto de París.

Los estudios duraban alrededor de once años. Javier escogió el colegio de Santa Bárbara, fundado en 1520 bajo la protección del rey de Portugal, donde concurrían estudiantes de las diferentes partes de la Península Ibérica. Comenzó sus estudios como porcionario, que se pagaba toda la pensión, con un fámulo a su servicio y un caballo para sus deportes y utilidad. Por octubre de 1525 entró en las aulas universitarias, se graduó en Letras en la Cuaresma de 1526, se licenció en Filosofía en agosto de 1530, obtuvo una clase de Filosofía en el colegio de Dormans-Beauvais y prosiguió juntamente sus estudios teológicos hasta fines de 1536, en que partió para Italia con sus compañeros a unirse con Ignacio.

El esquematismo de estas fechas no nos devuelve la enorme complejidad de sucesos trascendentales que tuvo para el menor de los Javier. Por una parte la lucha de las ideas filosóficas y teológicas, atacadas por el naciente protestantismo, que encontró en la Universidad de París uno de sus más fuertes enemigos, y por otra las relaciones con sus compañeros de estudio, especialmente los españoles. Como coronación de todo, su trato con Iñigo de Loyola, que le llevó paulatinamente a desviar por completo el curso de sus aspiraciones terrenas dentro del campo eclesiástico, al que pensaba dedicarse, y abrazar el camino de la santidad personal y del apostolado con el ardor brioso de su sangre y con aquella decisión desconocedora de cambios y vacilaciones en el ideal abrazado en la plenitud de su vida.

Ignacio supo insinuarse en su corazón, a pesar de los recuerdos de luchas pasadas en campos políticos opuestos y de la poca apariencia del incomparable conductor de hombres, que vino providencialmente a vivir en la misma casa y en la misma cámara que el maestro valenciano Juan de la Peña, el angelical saboyano Pedro Fabro y Javier.

Las prevenciones de Javier no pudieron impedir a la larga el acercamiento con Iñigo, que, lejos de oponérsele, le llevó discípulos, le sacó de algún apuro económico y pudo, por fin, penetrar en el interior de aquella alma y comunicarle sus proyectos, sus ideas, su modo de ser.

En 1534 Javier estaba ganado, y, aun antes de hacer el mes de ejercicios espirituales, que le armaría para los duros combates de la vida, se alistó en el pequeño escuadrón ignaciano de los primeros votos de Montmartre, 15 de agosto de 1534.

Javier completó su formación espiritual junto a Ignacio en Italia, ejercitó sus primeros ministerios apostólicos en favor de las almas, gustó más el sentido católico de la vida junto a la cátedra de San Pedro en Roma, y recibió las sagradas órdenes en Venecia. Para coronamiento de estas actividades vivió varios meses en Roma como secretario del mismo San Ignacio, en aquellos tiempos en que estaban estudiando su futuro régimen de vida al ver fallidas providencialmente las esperanzas y planes de su viaje a Jerusalén y su vida apostólica en Palestina. La impresión que guardaron sus compañeros de todos estos años fue la de una santidad incontenible y de una admirable disposición para toda clase de apostolados. Su don de gentes se impuso en Roma y en Bolonia; su heroicidad, en los hospitales, mientras aprendía junto a su padre del alma los métodos del gobierno espiritual.

Los acontecimientos se precipitan ya en la vida de Javier. Doce años le quedan aún para luchar por Dios, y el que hasta ahora ha estado como en segundo plano, hace ahora de pronto irrupción en la vanguardia de los acontecimientos, y en ella se mantiene sin desfallecer hasta su último aliento.

Dios convertiría en realidad los sueños que había tenido aquellos años, de estar evangelizando en las Indias.

Un día se presentó ante Ignacio el embajador de Portugal, don Pedro de Mascareñas, con un encargo de su rey, don Juan III, que señalaría el comienzo de una sólida amistad del monarca lusitano con Loyola y Javier. Deseaba aquel consolidar sus empresas oceánicas impulsando vigorosamente la evangelización de las nuevas regiones descubiertas en la India y el Brasil. Por insinuación de don Diego de Gouvea, regente de Santa Bárbara, de París, que allí había conocido a aquellos compañeros de Inigo y luego se había enterado de sus intentos y actividades en Italia, el rey supo las cualidades y condiciones del grupo ignaciano, sondeó la realidad por medio del embajador en Roma y propuso al Papa su deseo de invitarlos para las Indias.

En pocos días se llega al nombramiento de Javier por Ignacio, comisionados para ello por Paulo III antes de la fundación canónica de la Compañía de Jesús, como sustituto del padre Bobadilla en su destino a la India portuguesa, y al día siguiente de su nombramiento, 16 de marzo de 1540, partía con Mascareñas camino de Lisboa, después de haber firmado unos cuantos documentos acerca de la Orden religiosa que se tramitaba y de la elección de su primer general.

Javier atraviesa Italia y Francia, entra por Fuenterrabía en Guipúzcoa, renuncia a ir a saludar a sus parientes, y por la casa solar de Loyola, adonde llevaba una carta de Ignacio, por Burgos, Valladolid y Salamanca pasó a Portugal. Allí trabajó intensamente en la corte, ganándose la confianza y estima del rey y de muchísima gente durante nueve meses, gracias a sus predicaciones, confesiones y buen ejemplo, y el 7 de abril de 1541 se embarcó para Goa.

En vez de partir como segundo del padre Simón Rodríguez, va como jefe de otros dos, y actúa desde el primer momento como tal. En Lisboa ha perfeccionado su portugués y se ha informado detenidamente acerca de la situación de la India y de sus relaciones eclesiásticas y temporales con la metrópoli. Pero Juan III no quiere enviarle sin amplísimas facultades, y para ello consigue del Papa varios breves pontificios.

Hay que tener presentes esos documentos para poder juzgar de su actuación sin caer en los extremos de los que, al margen de la verdadera historia, pretenden enjuiciar su obra y describirnos su carácter de hombre y de apóstol.

Javier no es un misionero más que va al Oriente a ocupar un puesto cualquiera en un lugar determinado. Su misión y su destino es mucho más complejo.

Va, en primer lugar, como nuncio o legado pontificio. Pero esa nunciatura era de un tipo especial. No se trataba de representar permanentemente a la Santa Sede en alguna corte determinada, sino de revestirle de su autoridad apostólica y de amplísimas facultades espirituales para la implantación, conservación y aumento de las nuevas cristiandades desde el Cabo de Buena Esperanza hasta el último límite de los dominios o protectorados portugueses en las Indias orientales, y en especial ante el rey de Etiopía. Pero no se indica en los documentos nada de estar en comunicación directa y permanente con la Santa Sede.

Esto influyó en el deseo de Javier de conocer personalmente aquellas nuevas cristiandades, fundadas ya o posibles y ver sobre el mismo campo las posibilidades de dilatar la fe. Su carácter de nuncio, más que ligarle a un sitio, le impulsaba a recorrer, explorar y evangelizar aquel vasto territorio, Algo parecido le sucedía en su cargo de superior de la nueva Orden religiosa en las mismas tierras. Con tan pocos sujetos al comienzo, era él el que debía dar el ejemplo de las virtudes apostólicas y señalar los emplazamientos de los centros misionales.

Y algo parecido podríamos decir con respecto al rey de Portugal, que, prendado de sus virtudes y cualidades, deseaba que fuera una especie de visitador privado y oficioso de la vida religiosa de los establecimientos lusitanos del Oriente. Su correspondencia demuestra cómo eiercitó esta labor, con valentía apostólica por un lado y con escrupulosidad independiente y cautelosa por otro. Aun así no siempre consiguió el auxilio que el rey ordenaba darle a todos sus gobernadores para cosas de apostolado y evangelización.

Francisco llegaba a Goa con la idea de marchar cuanto antes al cabo Comorín y costa de Pesquería, donde el gobernador general que le llevaba en su flota, Martín Alfonso de Sousa, había conseguido establecer una misión de cristianos en un mando anterior. Sousa le habló de la empresa varias veces durante el viaje marítimo, y en cuanto transcurrieron en Goa los primeros cinco meses durante el monzón que interrumpía las navegaciones, pasó a aquella tierra, cuando sus compañeros de viaje dejados en Mozambique llegaban a Goa a continuar las empresas allí por él iniciadas.

En Goa, lo mismo en la primera ocasión que en las otras varias que tuvo que volver a ella para gobernar a los suyos, tratar con las autoridades eclesiásticas y civiles o fundar las primeras casas de su Orden, su celo se impuso en la ciudad con sus predicaciones, catecismos por las calles, plazas e iglesias y su dirección espiritual. Todo esto se comprueba en las cartas de sus contemporáneos: el obispo, algunos sacerdotes religiosos y empleados civiles.

Desde fines de 1542 a 1545 trabajó en aquellas regiones de Malabar y Travancor, su primera gran misión viva. El movimiento de reagrupación de los cristianos, bautismo de neófitos, composición de catecismos, etc., fue extraordinario. El fracaso de sus planes sobre Ceilán, por culpa de algunos mercaderes portugueses, y la noticia de las perspectivas que se abrían para la fe en las Molucas, le determinó a ir allá después de dejar algunos compañeros en la Pesquería.

Pasado algún tiempo junto al sepulcro de Santo Tomás en Meliapur, llegó a Malaca en septiembre de 1545 y evangelizó a toda clase de gentes en la ciudad y contornos durante algunos meses. Siguió al Maluco y misionó las islas de Amboino, Ceram y otras vecinas, cumo luego Ternate, Tidore, las islas del Moro, con igual fruto y conmoción espiritual.

Vuelto a Malaca en 1547 a buscar compañeros para aquella nueva misión, se encontró en aquella ciudad con unos japoneses que le esperaban. Esto varía el rumbo de los acontecimientos, y, arreglados los asuntos de la India, penetra el primero de los misioneros en el Japón, 15 de agosto de 1549, misión que desde el primer momento ejerce en él una especie de fascinación cautivadora.

Vuelve a la India y Goa, visita algunas residencias, resuelve nuevas fundaciones, se entera de grandes noticias de Europa: Trento, Roma, Alemania; recibe el nombramiento de provincial, y en vez de volver al Japón, según había pensado primero, se resuelve por China. Frustra sus intentos de embajada virreinal el capitán mayor marítimo de Malaca y se embarca para Sancián a intentar solo aquella empresa. Una pulmonía corta el vuelo a sus empresas apostólicas cuando apenas cuenta cuarenta y seis años.

Se ha hablado de Javier aventurero, poco constante, impetuoso. Nunca dejó Javier un campo roturado por él sin dejar a otros que siguieran la obra, y de vez en cuando volvía a visitarlo. Atendió al mismo tiempo a otras partes adonde no llegó personalmente. Todas sus misiones continuaron florecientes, y sólo algunas decayeron decenios más tarde a causa de las persecuciones que sobrevinieron.

Fomentó el clero indígena, la enseñanza y los catecismos. Su salud, sus conocimientos, sus dones de trato personal, su valor a toda prueba, y sobre todo su santidad, superaron todos los obstáculos. Consiguió dejar cristiandades en todos los puntos estratégicos del Extremo Oriente, ampliar el conocimiento de todas aquellas regiones. Sin intentarlo forjó un parecido oriental suyo con el San Pablo mediterráneo que admira la historia.

No es extraño, por lo mismo, que al saber de cierto su muerte, con las circunstancias de su traslación y sepultura, el mismo San Ignacio, que ya tenía en Roma una antologia epistolar proveniente de Asia acerca de la fama de santidad de Javier, iniciara los primeros pasos para la glorificación de su hijo. Beatificado en 1619, fue canonizado a los tres años, 12 de marzo de 1622, juntamente con San Ignacio, Santa Teresa de Jesús, San Felipe Neri y San Isidro Labrador. Pronto se le declaró Patrón de las misiones del Oriente.

San Pío X lo constituyó protector de la Obra de la Propagación de la Fe, y Pío XI le declaró en 1927 junto con Santa Teresa de Lisieux, Patrón universal de las misiones católicas.

LEÓN LOPETEGUI, S. I.