28 may 2017

Aparecer, desaparecer, encontrarse



APARECER, DESAPARECER, ENCONTRARSE

Por Pedrojosé Ynaraja

1.- ¡SU SUERTE, LA NUESTRA!

Por Javier Leoz

Cuarenta días atrás celebrábamos aquel día santo en el que –Cristo- saltó de la muerte a la vida y, con El, todos nosotros. Fueron horas de vigor en nuestra fe, de ganas por seguir adelante, de renovación en nuestra existencia bautismal y… de optar por Aquel que, subiendo del sepulcro, nos enviaba a dar razón y testimonio de su presencia.

1.- Hoy, con esta solemnidad de la Ascensión, caemos en la cuenta de que –al fin y al cabo- lo que esperaba a Jesús al final de su paso por la tierra era el abrazo con el Padre. De alguna manera se cierra el contacto visual y físico entre el Señor y los discípulos y comienza la etapa del Espíritu Santo, la llamada a la madurez eclesial y la invitación a no perder la esperanza: el Espíritu marchará junto a nosotros recordándonos lo qué tenemos que hacer, dónde y cómo.

Es duro ver partir a un buen amigo. Y, en la Ascensión del Señor, a buen seguro que los ojos de los apóstoles se humedecieron ante tal prodigio con sabor agridulce: el Señor, nuestro amigo y Señor, se nos va. ¿Qué vamos hacer? ¿Quién nos dará el pan multiplicado? ¿Quién nos saciará en la hora del hambre? ¿Quién calmará nuestras tormentas? ¿Quién pondrá paz cuando, por las ideas, nos distanciemos del evangelio?

Ante estas interpelaciones, aquellos entusiastas del apostolado, se responderían a sí mismos: el Señor se va pero, pronto, marcharemos también con El nosotros. Su suerte, la del cielo, será la nuestra; y por la puerta que El deje abierta, entraremos nosotros.

2.- Los sentidos, de aquellos discípulos, se quedaron contemplando aquel suceso pero, pronto, se dieron cuenta de que los pies los tenían en la tierra. Que estaban obligados a llevar al mundo lo que, Jesús, en tres años escasos les había transmitido: el amor de Dios.

En ese cometido, también nos encontramos nosotros. Con toda la Iglesia seguimos proclamando el Reino de Cristo (el que podemos construir ya en nuestro entorno) pero que culminará y se visualizará en todo su esplendor al final de los tiempos. No podemos detenernos en este empeño. Aunque nos parezca mentira, hay sed de Dios, ganas por conocerlo y amarlo. Mirando al cielo (exclusivamente) no se nos da garantía de seguir anunciando todo el legado que Jesús nos dejó mientras estuvo con nosotros. Fiándonos solamente de nuestras fuerzas, de las seducciones del mundo tampoco es que sea un seguro de vida para conseguir una humanidad sin odio ni rencor, sin injusticias ni maldades. Como siempre, en el término medio, oración/acción, encontraremos la clave para servir a Dios (como el merece) y para no olvidar las contrariedades de los hombres y mujeres de nuestro tiempo (obligados estamos desde el mandamiento del amor).

3.- Dejemos marchar al Señor al cielo. Crezcamos ahora con aquello que Él nos confió como vitamina eterna (la eucaristía); como presencia y seguridad (su Palabra); como aliento en nuestro caminar (su Espíritu Santo).

Un bebé, cuando ha de caminar por sí mismo, llora, tiene miedo, vértigo…va buscando los brazos de sus padres o los de aquellos que le rodean. Luego, al tiempo, comprende que el mundo es otra cosa cuando lo descubre por propia experiencia. Que también por nuestros propios senderos, podamos avanzar sin olvidar que –Jesús primero- los recorrió antes que nosotros.

¡Vete, Señor, al cielo! ¡Deja huella para que un día tus amigos podamos también encontrarlo!

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